En aquellos remotos tiempos vivían un rey
y una reina. El rey era anciano y la reina, joven. Aunque se querían
mucho eran muy desgraciados porque Dios no les había dado descendencia.
Tan apenada estaba la reina, que cayó enferma de melancolía y los
médicos le aconsejaron viajar para disipar su mal. Como al rey lo
retenían sus asuntos en su reino, ella emprendió el viaje sin su real
consorte y acompañada por doce damas de honor, todas doncellas, jóvenes y
hermosas como flores de mayo. Al cabo de unos días de viaje llegaron a
una desierta llanura que se extendía tan lejos, tan lejos, que parecía
tocar el cielo. Después de mucho andar sin dirección fija de una parte a
otra, el cochero se desorientó por completo y se detuvo ante una gran
columna de piedra, a cuyo pie había un guerrero, jinete en un caballo y
armado de punta en blanco.
—Valeroso caballero —le dijo,—¿puedes indicarme el camino real? Nos hemos perdido y no sé por dónde seguir.
—Os mostraré el camino —dijo el guerrero—, pero con la condición de que cada una de vosotras me deis un beso.
La reina dirigió al guerrero una mirada
de indignación y ordenó al cochero que siguiese adelante. El coche
siguió rodando casi todo el día, pero como si estuviera embrujado,
volvió a detenerse ante la misma columna. Entonces fue la reina la que
dirigió la palabra al guerrero.
—Caballero -le dijo,—muéstranos el camino y te recompensará con largueza.
—Yo soy el Genio Superior de la Estepa —contestó él.—Exijo un tributo por enseñar el camino y el tributo siempre es un beso.
—Perfectamente, mis doce damas de honor te pagarán.
—Trece besos hay que darme, y el primero ha de ser de la dama que me hable.
La reina montó en cólera y otra vez intentaron encontrar el camino sin ayuda ajena. Pero aunque esta vez el coche salió en dirección opuesta, al cabo de un rato se hallaron ante la misma columna. Oscurecía y era preciso buscar un refugio donde pasar la noche, de modo que la reina se vio obligada a pagar al caballero su extraño tributo. Bajó de la carroza, se acercó al caballero y mirando modestamente al suelo, le permitió que le diera un beso; sus doce damas de compañía la siguieron e hicieron lo mismo. Inmediatamente desaparecieron columna y caballero y ellas se encontraron en el verdadero camino, mientras una nube como de incienso flotaba sobre la estepa. La reina subió a la carroza con sus damas y continuaron el viaje.
La reina montó en cólera y otra vez intentaron encontrar el camino sin ayuda ajena. Pero aunque esta vez el coche salió en dirección opuesta, al cabo de un rato se hallaron ante la misma columna. Oscurecía y era preciso buscar un refugio donde pasar la noche, de modo que la reina se vio obligada a pagar al caballero su extraño tributo. Bajó de la carroza, se acercó al caballero y mirando modestamente al suelo, le permitió que le diera un beso; sus doce damas de compañía la siguieron e hicieron lo mismo. Inmediatamente desaparecieron columna y caballero y ellas se encontraron en el verdadero camino, mientras una nube como de incienso flotaba sobre la estepa. La reina subió a la carroza con sus damas y continuaron el viaje.
Pero, desde aquel día, la hermosa reina y
sus doncellas estuvieron tristes y pensativas, y como el viaje perdió
para ellas todo su atractivo, volvieron a la ciudad. Ni en su mismo
palacio se sintió feliz la reina, pues siempre se le representaba, como
si lo estuviera viendo, el Caballero de la Estepa. Esto disgustó al rey
de tal manera, que se mostró desde entonces tétrico y violento.
Un día que el rey ocupaba su trono en la
sala de consejo, le llegó un rumor de tiernos gorjeos, como los que
produce un ave del paraíso, contestados por un coro de ruiseñores.
Sorprendido, quiso saber qué era aquello y el mensajero volvió diciendo
que la reina y las doce damas de honor acababan de ser obsequiados cada
una con una niña y que los dulces gorjeos que se oían eran los balbuceos
de las criaturas. El rey se quedó pasmado al oír tal nueva y aun estaba
sumido en hondos pensamientos cuando, súbitamente, el palacio se
iluminó como si hubieran encendido luces deslumbradoras. Al preguntar la
causa de aquello, le dijeron que la princesita acababa de abrir los
ojos y que estos brillaban como antorchas celestiales.
El rey estaba tan sobrecogido de pasmo,
que durante algún tiempo no pudo decir palabra. Lloraba y reía, dominado
a un tiempo de pesar y de alegría, y en esto le anunciaron una comisión
de ministros y senadores. Cuando todos se hallaron en su presencia,
cayeron de rodillas y, golpeando el suelo con la frente, decían:
—Señor, salva a tu pueblo y salva tu real
persona. El Genio de la Estepa ha obsequiado a la reina y a sus doce
damas de honor con trece niñas. Te rogamos que ordenes matar a esas
criaturas, o de lo contrario pereceremos todos.
El rey se encolerizó y ordenó que las
trece criaturas fuesen arrojados al mar. Ya estaban los cortesanos a
punto de obedecer una orden tan cruel, cuando entró la reina llorando y
pálida como la muerte. Se arrojó a los pies del rey y le rogó que
perdonase la vida de tan inocentes criaturas y que en vez de ahogarlas
se las dejase en una isla desierta, abandonadas a la providencia divina.
El rey accedió a su deseo. Pusieron a la
princesita en una cuna de oro y a sus compañeritas en cunas de cobre,
llevaron a las trece a una isla desierta y allí las dejaron solas. En la
corte todo el mundo las daba ya por muertas, y se decían: “Morirán de
frío y de hambre; las devorarán las fieras o las aves de presa;
seguramente morirán; tal vez queden sepultadas bajo hojarasca o bajo una
capa de nieve”. Pero, afortunadamente, nada de esto sucedió, porque
Dios vela por sus criaturas.
La princesita crecía de día en día. Cada
mañana se despertaba al salirse el sol y se lavaba con el rocío. Suaves
brisas la refrescaban y peinaban en hermosas trenzas sus cabellos. Los
árboles la adormecían con su dulce arrullo y las estrellas velaban su
sueño por la noche. Los cisnes la vestían con su blando plumaje y las
abejas la alimentaban con su miel. La belleza de la princesa aumentaba a
medida que crecía. Su frente era serena y pura como la luna, sus labios
encarnados corno un capullo, y tan elocuentes que sonaban como una
sarta de perlas. Pero su incomparable belleza estaba en sus ojos, pues
cuando miraban con bondad parecía que uno flotase en un mar de delicias,
cuando con enojo, se quedaba uno paralizado de miedo y convertido en un
témpano de hielo. Sus doce compañeras la servían y eran casi tan
encantadoras como su amita, a la que profesaban un gran amor.
La fama de la bella Princesa Sudolisu se
extendió pronto por todo el mundo y de todos partes llegaba gente a
verla, de modo que ya no fue aquella una isla desierta sino una ciudad
magnífica y populosa.
Fueron muchos los príncipes que llegaron
de muy lejos para inscribirse en la lista de pretendientes a la mano de
Sudolisu; pero nadie pudo conquistar su corazón. Los que tenían buen
carácter y se volvían a su tierra, desengañados y resignados, llegaban
sanos y salvos; pero los que rebelándose contra su mala suerte, querían
conquistarla por fuerza, veían sus soldados reducidos a polvo, y el
pretendiente con el corazón helado por la mirada de enojo que le dirigía
la princesa, se convertía en un témpano de hielo.
Conviene saber que el célebre ogro,
Kostey, que vivía bajo tierra, era un gran admirador de la belleza, y un
buen día se le ocurrió salir a ver qué hacía la gente sobre la tierra.
Con la ayuda de su telescopio podía observar a todos los reyes y reinas,
príncipes y princesas, señoras y caballeros, que vivían en este mundo.
Mientras estaba mirando, acertó a ver una isla donde había doce
doncellas que resplandecían como estrellas, en torno a una princesa que
dormía sobre colchones de pluma de cisne y cuya hermosura se destacaba
entre la de sus compañeras como la hermosa aurora. Sudolisu soñaba en un
caballero que montaba un brioso alazán; sobre su pecho refulgía una
coraza de oro y su mano empuñaba una maza invisible. La princesa
admiraba en sueños al joven caballero y lo amaba más que a su misma
vida. El malvado Kostey la deseaba para él y decidió raptarla. Se
abrió camino hasta la superficie de la tierra golpeándola tres veces con
la cabeza, pero la princesa reunió su ejército y poniéndose al frente
de él, marchó con sus soldados contra el ogro. Pero éste no hizo más que
lanzar un resoplido y todos los soldados cayeron en un sueño
irresistible. Entonces alargó sus huesudas manos para recoger a la
princesa, pero ella le dirigió una mirada de cólera y de desprecio, que
lo dejó convertido en un témpano de hielo, y luego se encerró en su
palacio. Kostey permaneció helado mucho tiempo y cuando volvió a la
vida se lanzó en persecución de la princesa. Al llegar a la ciudad donde
ella vivía infundió en todos los habitantes un sueño mágico e hizo a
las doce damas de honor objeto de la misma hechicería. No se atrevió a
atacar directamente a la princesa porque temía el poder de su mirada y
se limitó a cercar el palacio con un muro de hierro, dejando allí como
guardián un enorme dragón de doce cabezas. Y así esperó a que lo
princesa se le rindiese.
Pasaron días, a los semanas siguieron
meses y toda la isla de la Princesa Sudolisu seguía pareciendo un
inmenso dormitorio. La gente roncaba en la calles, el valeroso ejército
yacía en el campo durmiendo profundamente, oculto bajo la hierba que
había crecido y le daba sombra humedeciendo y cubriendo de orín sus
armas. Dentro del palacio, todo seguía lo mismo. Las doce damas de honor
continuaban inmóviles, y sólo la princesa vivía vigilante en aquel
reino de sueño. Se paseaba de un lado a otro, suspirando y derramando
lágrimas amargas, sin que ningún otro ruido rompiera el silencio; sólo
de vez en cuando, Kostey que evitaba su mirada, golpeaba la puerta
rogando que no lo rechazase por más tiempo. Le prometía hacer de ella la
Reina del Mundo Inferior, pero ella no contestaba.
Sola y contristada, no hacía más que
pensar en el príncipe de sus sueños. Lo veía revestido en su armadura de
oro y montado en su brioso corcel, mirándola con sus ojos de amor. Así
se lo imaginaba día y noche.
Un día se asomó a la ventana y viendo una nube que flotaba sobre el horizonte, gritó:
“Nube blanca y serena,
Peregrina de¡ cielo,
Detén tu lento vuelo
y contempla mi pena.
¿Puedes decirme dónde mi amor está
Y si piensa de mi bien o piensa mal?.”
“Nube blanca y serena,
Peregrina de¡ cielo,
Detén tu lento vuelo
y contempla mi pena.
¿Puedes decirme dónde mi amor está
Y si piensa de mi bien o piensa mal?.”
—Lo ignoro -contestó la nube,—pregúntalo al viento.
Entonces vio una ligera brisa que jugaba con las flores de¡ campo, y la llamó diciendo:
“Céfiro de la calma,
Contempla mi dolor,
Y refresca mi alma
Que se abrasa de amor.
¿Puedes decirme dónde mi amor está
Y si piensa de mi bien o piensa mal?.”
“Céfiro de la calma,
Contempla mi dolor,
Y refresca mi alma
Que se abrasa de amor.
¿Puedes decirme dónde mi amor está
Y si piensa de mi bien o piensa mal?.”
—Pregunta a esa estrellita que brilla en el firmamento —contestó la brisa;—ella sabe más que yo.
Sudolisu levantó sus bellos ojos a la estrella titilante y dijo:
“Estrella, luz celeste,
¿Podrías encontrar
Otro dolor como este
Que me hace suspirar?
¿Puedes decirme dónde mi amor está
Y si piensa de mi bien o piensa mal?.”
“Estrella, luz celeste,
¿Podrías encontrar
Otro dolor como este
Que me hace suspirar?
¿Puedes decirme dónde mi amor está
Y si piensa de mi bien o piensa mal?.”
—La luna está más enterada que yo —contestó la estrella;—vive más cerca de la tierra y ve cuanto en ella pasa.
La luna acababa de levantarse de su lecho de plata y Sudolisu le gritó:
“Perla del cielo, luna lunera,
A las estrellas no mires más,
Pon en mis ojos tu vista entera
Y un mar de penas alumbrarás.
Por mi amor sufro. Consuélame y di
Si, como yo, él me quiere y piensa en mí.”
“Perla del cielo, luna lunera,
A las estrellas no mires más,
Pon en mis ojos tu vista entera
Y un mar de penas alumbrarás.
Por mi amor sufro. Consuélame y di
Si, como yo, él me quiere y piensa en mí.”
—Princesa —replicó la luna,—no sé nada de tu amor. Espera unas horas que saldrá el sol. El lo sabe todo y podrá contestarte.
La princesa fijó su vista en la parte del
cielo por donde sale el sol ahuyentando los tinieblas como a una
bandada de pájaros. Y cuando apareció en todo su esplendor le dijo:
“Alma del mundo, fuente de vida,
Omnipotente luz del Eterno,
Entra en la cárcel donde, afligida,
Sufre mi alma penas de infierno.
Tú que todo lo ves, ¿puedes anunciarme
Si pronto vendrá el amado a libertarme?.”
“Alma del mundo, fuente de vida,
Omnipotente luz del Eterno,
Entra en la cárcel donde, afligida,
Sufre mi alma penas de infierno.
Tú que todo lo ves, ¿puedes anunciarme
Si pronto vendrá el amado a libertarme?.”
—Dulce Sudolisu —contestó el sol,—seca
esas lágrimas que ruedan como perlas por tus tristes y hermosas
mejillas. Apacigua tu inquieto corazón, que el Príncipe, tu amado, viene
a rescatarte. Ha recibido el anillo mágico del Mundo Inferior y se han
reunido muchos ejércitos de esas regiones para seguirle. En este momento
se dirige al palacio de Kostey con intención de castigarlo. Pero no
lograría sus propósitos y Kostey obtendría la victoria si tu príncipe
no utilizase los medios de que ahora voy a proveerle. Adiós. Se
valiente, tu amado vendrá en tu ayuda y te librará de los hechizos de
Kostey; una vida de felicidad os espera.
El sol subió entonces a una tierra
distante, donde el Príncipe Junak, montado en su brioso corcel y
luciendo su armadura de oro, reunía a sus huestes para combatir contra
el gigante. Tres veces había soñado con la hermosa princesa cautiva en
su Palacio del Sueño, porque la fama de su hermosura había llegado a su
noticia y la amaba sin haberla visto.
—Deja aquí tu ejército -dijo el
sol,—sería inútil pelear contra Kostey , que está a prueba de todas las
armas. Sólo matándolo podrás rescatar a la princesa, y sólo hay una
persona que puede decirte cómo hacerlo: la hechicera Yaga. Te diré dónde
hallarás el caballo que te conduzca hasta ella. Sigue el camino que va
hacia el Este y anda hasta que llegues a una planicie; en medio de esta
planicie hay tres robles y en el centro de estos, a ras de tierra hay
una puerta de hierro con una anilla de cobre. Detrás de la puerta está
el caballo y a su lado hallarás una maza invisible; ambas cosas son
necesarios para lo que has de hacer. Ya sabrás luego lo demás. Adiós.
El consejo dejó al Príncipe tan admirado,
que apenas sabía lo que hacer. Después de reflexionar, se santiguó, se
sacó del dedo el anillo mágico y lo arrojó al mar. Inmediatamente se
disipó el ejército como el humo y cuando ya no quedaba ni rastro de él,
emprendió el camino hacia el Este. Después de caminar ocho días llegó a
una planicie cubierta de hierba en cuyo centro se levantaban tres
robles, y en el centro de éstos, a ras de tierra había una puerta de
hierro con una anilla de cobre. Abrió la puerta y bajó por una
escalerilla que conducía a otra puerta de hierro, la cual abrió con un
puntal de sesenta libras de peso. En aquel momento oyó el relincho de un
caballo, seguido de un ruido de otras once puertas de hierro que se
abrían. Allí estaba el caballo que hacía siglos había sido encantado por
un hechicero. El Príncipe silbó e inmediatamente, el caballo acudió
rompiendo las doce cadenas de hierro que lo sujetaban al pesebre. Era un
hermoso animal, fuerte, ligero, lleno de fogosidad y de gracia; sus
ojos brillaban como relámpagos y por sus narices lanzaba chorros de
fuego; su crin parecía una nube de oro. Era un caballo maravilloso.
—Príncipe Junak —dijo el corcel,—hace
siglos que esperaba un jinete como tú. Heme aquí dispuesto a llevarte y a
servirte fielmente. Súbete a mis lomos y empuña la maza que pende del
arzón de la silla. No hace falta que la manejes tú mismo, dale tus
órdenes y ella irá a cumplirlas y peleará por ti. ¡Y ahora partamos y
que Dios nos acompañe! Dime adónde quieres ir y estarás allí al momento.
En cuatro palabras, el Príncipe contó su
historia al caballo, empuñó la maza y emprendió veloz carrera. El animal
cabrioló, galopó, voló y hendió los aires a más altura que los más
altos bosques, pero manteniéndose siempre por debajo de las nubes; cruzó
montañas, ríos y precipicios; apenas tocaba las puntas de las hierbas
al pasar sobre ellas y corría tan ligeramente por los caminos, que no
levantaba ni un átomo de polvo.
Hacia la caída del sol, Junak se hallaba
ante un bosque inmenso, en mitad del cual se alzaba la casita de Yaga,
rodeada de robles y de pinos centenarios que no conocían el hacha del
leñador. Los enormes árboles, dorados por los rayos del sol, parecían
erguir sus copas, mirando con sorpresa a sus extraños visitantes.
Reinaba un silencio absoluto. Ni un pájaro cantaba en las ramas, ni un
insecto zumbaba en el aire, ni un gusano se arrastraba por la tierra. El
único ruido era el del caballo abriéndose paso entre el follaje. Por
fin llegaron ante una casita sostenida por una pata de gallo sobre la
que giraba como un torno.
El Príncipe Junak gritó:
“Da la vuelta, casita, da la vuelta,
Gira, que quiero entrar;
Vuélvete de espalda al espeso bosque
Y ábreme la puerta de par en par.”
“Da la vuelta, casita, da la vuelta,
Gira, que quiero entrar;
Vuélvete de espalda al espeso bosque
Y ábreme la puerta de par en par.”
La casita giró, y al entrar, el Príncipe vio a la vieja Yaga, que lo recibió exclamando:
—¡Hola, Príncipe Junak! ¿Cómo has llegado hasta aquí, donde nunca entra nadie?
—¡No seas necia, bruja! ¿Por qué has de aburrirme a preguntas antes de obsequiarme? —replicó el Príncipe.
Al oír esto, la vieja Yaga dio un brinco y
se apresuró a llenar de atenciones a su huésped. Le preparó una cena
espléndida y un lecho blando para que durmiese bien y luego salió ella
de casa y pasó la noche afuera. Al día siguiente, el Príncipe le contó
sus aventuras y le expuso sus planes.
—Príncipe Junak —dijo ella,—has acometido
una empresa dificilísima, pero tu valor hará que la termines con éxito.
Te diré cómo has de dar muerte a Kostey , pues sin esto nada puedes
hacer. En medio del Océano está la Isla de la Vida Eterna. En la isla
crece un roble y al pie de éste, escondida bajo tierra, hay un arca
forrada de hierro. En el arca está encerrada una liebre y bajo ella hay
una oca que tiene un huevo. Dentro del huevo está la vida de Kostey .
Cuando se rompa morirá el gigante. Adiós, Príncipe Junak, anda y no
pierdas tiempo. Tu caballo te llevará a la isla.
Junak montó su caballo, le dijo unas
palabras al oído y el noble animal se lanzó al espacio, veloz como una
flecha. Pronto dejaron lejos el inmenso bosque con sus gigantescos
árboles y llegaron a la orilla del mar. Unas redes estaban tendidas en
la arena y un pez grande, que se debatía y forcejaba por librarse de una
de ellas, habló al Príncipe con voz humana:
—Príncipe Junak —le dijo apenado,—líbrame de estas redes y te aseguro que no te dolerá el favor que me hagas.
Junak accedió al ruego, y dejó el pez en
el agua. El animal nadó y desapareció de la vista, pero el Príncipe
pronto olvidó el incidente, preocupado con sus propios pensamientos.
Lejos muy lejos se veían los peñascos de la Isla de la Vida Eterna; pero
no daba en la manera de llegar hasta allí. Apoyado en su maza, no hacía
más que pensar y pensar y cada vez estaba más triste.
—¿Qué te pasa, Príncipe Junak? ¿Te ha ofendido alguien? —le preguntó el caballo.
—¿Cómo quieres que no esté triste, si tengo la isla a la vista y no puedo pasar de aquí? ¿Cómo vamos a cruzar el mar?
—Súbete a mis lomos, príncipe, y te serviré de puente. El caso es que te agarres bien.
El príncipe se agarró fuertemente a su
cabalgadura y el caballo saltó al mar. Al principio se hundió bajo las
olas, pero no tardó en salir a la superficie nadando con suma facilidad.
El sol llegaba a Poniente cuando el Príncipe desmontó en la Isla de la
Vida Eterna. Lo primero que hizo fue quitar al caballo los arreos para
que paciese cómodamente en la verde hierba, y en seguida se dirigió
corriendo a la cima de una distante colina, donde podía ver desde la
playa un grandioso roble. Se dirigió al árbol sin rodeos, lo cogió con
ambas manos, lo sacudió con toda su alma y después de hacer los más
violentos esfuerzos, lo arrancó de cuajo, de donde había estado
arraigado durante siglos. El árbol se derribó gimiendo y en el lugar
donde había echado las raíces apareció un hoyo en cuyo fondo se veía un
arca forrado de hierro. El príncipe la sacó, rompió la cerradura con una
piedra, la abrió y apresó la liebre que trataba de escaparse. La oca
que estaba debajo emprendió el vuelo hacia el mar. El príncipe le
disparó una flecha, la hirió, el ave dejó caer el huevo el mar, y huevo y
ave desaparecieron tragados por las olas. Junak lanzó un grito de
desesperación y corrió hacia la orilla. El Príncipe nada pudo ver, pero
al cabo de unos minutos, notó una agitación del agua y vio que a él se
dirigía nadando en la superficie, el pez al que había salvado. El animal
llegó hasta la arena, y depositó o los pies del Príncipe el huevo
perdido diciendo:
—Ya ves, Príncipe, que no he olvidado tu bondad, y ahora aprovecho la oportunidad de pagarte el favor que me has hecho.
Y dicho esto, desapareció en el fondo del
mar. El Príncipe cogió el huevo, montó a caballo, y luego de cruzar el
mar con el corazón lleno de esperanza, se dirigió a la isla donde la
Princesa Sudolisu velaba el sueño de sus súbditos en su Palacio
Encantado. Estaba el palacio cercado de un muro y guardado por el Dragón
de Doce Cabezas. Éstas dormían por turno, seis cada vez, de modo que
era imposible hallarlo desprevenido ni matarlo, porque sólo podía morir
por sus propios golpes.
Al llegar a las puertas de¡ palacio,
Junak mandó a su maza que se adelantase para abrirle camino, y en
efecto, la maza se arrojó sobre el Dragón y empezó a machacarle las
cabezas sin contemplaciones. Tan formidables eran los golpes que
descargaba, que en un momento quedó el Dragón hecho pedazos. Aun vivía y
se retorcía y agitaba el aire con sus garras y abría sus doce fauces de
las que salían otras tantos lenguas como lanzas de fuego; pero no podía
coger nunca la maza, y por fin, atormentado y lleno de rabia se clavó
él mismo sus afiladas zarpas y murió.
El Príncipe, entonces, atravesó las
puertas del palacio y después de dejar su fiel caballo en el establo, se
dirigió, armado con su maza, a la torre donde la princesa estaba
encerrada. Al verlo ella, exclamó:
—Príncipe, he tenido el placer de ver tu
victoria sobre el Dragón. Aun hay que vencer a un enemigo más temible, a
mi carcelero, el cruel Kostey . Guárdate de él, pues si te matase, me
arrojaría por la ventana a lo hondo del precipicio.
—Tranquilízate, princesa, porque en este huevo está la vida de Kostey .
Luego, volviéndose a la maza invisible, le ordenó:
—Adelante, maza invisible; descarga los golpes más formidables y libra a la tierra de ese malvado gigante.
La maza empezó por derribar las puertos
de hierro y se lanzó contra Kostey . En un momento, se vio el gigante
tan magullado a mazazos, que le saltaron los dientes como peñascos, los
ojos se le encendían como relámpagos, y cayó rodando como un tronco. Si
hubiera sido un hombre cualquiera, hubiese muerto a consecuencia de tan
malos tratos. Pero aquel aborto de magia, no era un hombre. Logró
levantarse y miró a todos lados en busca de quien así lo atormentaba.
Los golpes de maza seguían lloviendo sobre él y producían tal efecto,
que los bramidos del gigante se oían en todo la isla. Al acercarse a la
ventana vio al Príncipe Junak y gritó:
—¡Ah, malvado! ¿Eres tú quien me apalea de este modo?
Y trató de lanzar sobre él su aliento
ponzoñoso. Pero el Príncipe aplastó el huevo entre sus manos. La clara y
la yema se juntaron y cayeron al suelo, y Kostey murió.
Al exhalar el hechicero su último
suspiro, se desvaneció el encanto y todos los isleños despertaron de su
sueño. El ejército, puesto en pie, se dirigió al palacio al son de
tambores, y todo el mundo volvió a su sitio de costumbre. En cuanto la
Princesa Sudolisu se vio libre de su cautiverio, tendió su blanca mano a
su salvador y dándole las gracias con las frases más conmovedoras, lo
condujo al trono y lo sentó a su lado. Las doce damas de honor, que
habían elegido previamente a otros tantos jóvenes guerreros, se
colocaron con sus prometidos en torno a la princesa. Entonces se
abrieron las puertas de par en par y entraron los sacerdotes revestidos
de ceremonia, precedidos de una bandeja de oro con anillos nupciales. Se
procedió inmediatamente a la ceremonia y las parejas quedaron unidas en
nombre de Dios.
Se celebró la boda con banquetes, música y
danzas, como es costumbre en semejantes ocasiones, y todos
experimentaron la más grande alegría. También nosotros nos alegramos al
pensar que todos vivirán felices y contentos después de tanto sufrir.
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