Akerbeltz era el fauno al que adoraban las brujas y brujos en los "akelarres", que tenían lugar normalmente las noches de los viernes, en prados cerca de cuevas, o en claros de bosques, a cierta distancia de donde vivieran, a donde podían acudir las brujas a pie o “montadas sobre sus escobas”. La palabra akelarre procede del euskera, de la unión de aker+larre, que literalmente se traduciría como "prado del cabrón" o del macho cabrío.
Se acusaba a las mujeres de usar estas reuniones como provocación, de invocar en ellas al diablo (el macho cabrío) para pactar con él, de llevar a cabo toda suerte de orgías en las que participa también el demonio, de hacer sacrificios o ritos malignos que causaban mal al pueblo... Aunque realmente, a estas reuniones no acudían extraños, con lo que esto no son sino elucubraciones e hipótesis hechas muchas veces desde el miedo o el rechazo. Probablemente el que una serie de mujeres se reuniesen por su cuenta no resultaba normal en la época y daba pie a rumores infundados, más aún si la reunión era por la noche. Sí se sabe que se reunían, que bailaban desnudas bajo la luna, que preparaban infusiones con hierbas que ellas mismas solían recoger... poco para los castigos que sufrieron muchas de ellas después.
Zugarramurdi_cueva
También es posible que algunas de las cosas con los que se asociaron los akelarres sucedieran de algún modo provocadas por las propias supersticiones de la época, que conseguían que las mujeres llegaran a autosugestionarse hasta el punto de tener alucinaciones que luego relatarían (en las que sí que podría aparecer una imagen que les recordara al demonio).
Además de la teoría de simples reuniones de mujeres cansadas de la rutina, también hay estudios que creen que podrían ser una derivación de los ritos de la fertilidad propios de culturas más primitivas, de adoración a la Madre Tierra o que asocian los excesos que se les suponían a estas reuniones con los que se daban también en las antiguas celebraciones en honor a Dionisos, el dios del vino. Tal vez el hecho de que estos dos últimos tipos de celebraciones incluyesen también a los hombres fue lo que hizo que no fueran perseguidas y sí lo fueran los akelarres.
Se cuenta que en ellos el diablo podía elegir en qué forma aparecerse a las brujas, si en su forma animal, como un macho cabrío, bajo forma humana, convirtiéndose en un hombre apuesto pero con oscuras intenciones, o bajo la forma de una bestia informe sin los límites bien definidos. Así mismo, se cuenta que podía elegir darles a las brujas que copularan con él y le fueran fieles este mismo poder de transmutación.
Se dice también que el diablo solía marcar a sus acólitas. Una de las maneras era hacerles una herida en alguna parte del cuerpo, que al cicatrizar se insensibilizaría. Así, durante las torturas en la Inquisición muchas veces se excusaban en que no estaban torturando exactamente sino buscando esa zona insensible que delatara a la bruja como tal. Otra marca que usaba el diablo era dotarles de un falso pezón que serviría para amamantar a su demonio familiar, oculto muchas veces bajo la forma de un animal. De aquí surgen dos creencias tradicionales que se mantienen hoy, la de que las brujas suelen tener verrugas (por donde se alimentaría este demonio familiar) y la de que suelen acompañarse de gatos negros o de otros animales como pueden ser lechuzas o cuervos.
Con la llegada del cristianismo, la práctica de estos ritos paganos se consideró herejía y comenzó a ser perseguida. Esto no iba a ser una tarea fácil, pues había que erradicar creencias instaladas en el pueblo desde la noche de los tiempos. La autoridad eclesiástica no dudó en emplear las tácticas más sibilinas, fabricando rumores con el fin de crear rechazo hacia las brujas vascas, y cubriendo sus prácticas con un manto de miedo y sospecha. Así, alimentaron la idea de que los "akelarres" eran bacanales donde sacrificaban niños para luego beberse su sangre; de que ofrecían muchachas núbiles al diablo, celebraban misas negras o elaboraban sus pócimas con todo tipo de ingredientes repelentes, como médula ósea de niño, excrementos, arañas y otras "delicatessen".
A pesar de tanta calumnia, el puritanismo eclesiástico de la época seguía sin conseguir sus fines, así que optó por utilizar su arma más temida y letal: el Tribunal del Santo Oficio.
El proceso inquisitorial comenzó cuando María de Ximilguen, una de las nigromantes de la aldea, fue requerida por el Santo Oficio por su relación con una caza de brujas acaecida en la ciudad francesa de Ciboure. María reconoció haber estado presente en diferentes aquelarres celebrados en las cuevas de Zugarramurdi junto a otras mujeres como María Chipia, Estevania de Teclea, María de Zozoya o Graciana de Barrenechea. El párroco navarro les ordenó pedir perdón por las herejías de forma pública en el pueblo pero, según apuntan diferentes investigadores, el desencadenante final de los acontecimientos fue la denuncia presentada ante el Tribunal de Logroño (cuya área de acción comprendía Navarra, Vizcaya, Álava y Guipúzcoa) por parte de Fray León de Aranibar, abad del monasterio de Urdax. La Santa Inquisición intervino y desató una psicosis diabólica y eclesiástica que acabó con la detención de más de 300 personas acusadas de sacrilegio. El juicio se prolongó desde 1608 a 1610. El inquisidor don Juan del Valle y Alvarado se trasladó a la comarca navarra para investigar "in situ" los supuestos actos de herejía que se producían. Tras dos años de proceso los responsables religiosos llevaron a las llamas, los días 7 y 8 de diciembre y ante más de 20.000 personas, a seis de los acusados. El resto de los encarcelados fallecieron en prisión a causa de las epidemias”.
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